Por: José E. Muratti-Toro
Miembro del Consejo Académico Asesor de la IATR
Fuimos a ver Napoleón tras meses de anticipación por ver una épica similar a la inigualable Gladiator. No fue lo que esperaba.
Napoleón, hijo de una familia de "nobleza menor" de Córcega, a partir de sus 10 años, estudió filosofía y ciencias militares en París y ascendió a capitán de la milicia durante la Revolución Francesa de 1789. Fue nombrado general tras arrebatarle a los ingleses el puerto de Toulon en 1793, en un ataque reminiscente de la hazaña de Alexander Hamilton también contra los ingleses en la bahía de Nueva York en 1775, en la cual apropiándose de los cañones ingleses destruyó la flota inglesa en plena bahía.
Como general, co-lideró el arrebato del poder de manos de los revolucionarios y formó parte de un triunvirato de cónsules, à la Roma, que lo sustituyó. En 1804, se autoproclamó emperador, colocándose la corona sobre la cabeza él mismo, distanciándose de la práctica católica de coronar reyes, lo cual le concedía a Roma un poder "legitimado por Dios" sobre el Estado.
Entre 1796 y 1815, Napoleón dirigió entre 60 y 80 batallas de las cuales ganó entre 53 y 69 (dependiendo de las fuentes), y algunas de las "perdidas" como la de Egipto y la de Aspern-Essling, le merecieron retener el poder y el prestigio. Su avance imperialista le permitió conquistar gran parte de Europa provocando una serie de alianzas que desembocaron en su derrota en Rusia en 1812 (escuchar la obertura de 1812 de Tchaikovsky) y en Waterloo, Bélgica, frente a los ejércitos combinados de Austria, Holanda e Inglaterra en 1815.
Entre 1896 y 1810, Napoleón vivió un apasionado y tóxico matrimonio con Josephine Beauharnais, que disolvió por ésta no haberle parido un heredero. En 1810, casó con la duquesa Marie Louise, hija de Francisco II, emperador del Sacro Imperio Germano, e irónicamente sobrina nieta de Marie Antoinette, decapitada por la revolución en 1893.
Todos estos datos, pretenden apenas rozar la trayectoria de tal vez el mayor conquistador de Europa previo a Hitler. Ridley Scott, uno de los mejores cineastas de la historia se concentra en el ascenso al poder de Napoleón y su tortuosa relación con Josephine. Las escenas de batallas, algunas filmadas con 11 cámaras simultáneamente, son épicas, no tanto como su inicial de Gladiator o las de Akira Kurosawa en Trono de Sangre y Ran, pero memorables. Su ataque con cañones al motín de los monarquistas en 1795, su asalto al Directorio a punta de rifles de su guardia personal en 1799, y su triunfo en la batalla de Austerlitz en 1805 (una de las más genialmente concebidas por estratega militar alguno) están magistralmente coreografiadas por Scott.
Dicho esto, la película decepciona precisamente por su énfasis en las secuencias de acción militar y por su realce de la lujuriosa toxicidad de la relación entre Napoleón y Josephine.
Napoleón fue emperador durante 15 años. En ese periodo, no solo se dedicó conquistar a sus vecinos, imperios y distantes posesiones, como Rusia e Italia y Egipto, sino que también implantó una serie de códigos de convivencia ciudadana que prevalecen hasta el presente.
Napoleón, a pesar de autoproclamarse emperador, rechazando ser rey (excepto de Italia) estableció una monarquía republicana que pretendía armonizar libertades con seguridades ciudadanas, un orden liberal que se desprendió de la Revolución Francesa.
Abolió el feudalismo y la servidumbre, estableció el Código Civil conocido como el Código Napoleónico, para regular las relaciones entre los ciudadanos, la libertad de todos ante la ley a fin de asegurar la protección legal al libre ejercicio de la iniciativa individual, el derecho a la propiedad privada y la secularización del estado; estableció un parlamento contrario al absolutismo prevalente antes y después de su gobierno; la libertad de culto (excepto en España); el control de las finanzas públicas estabilizando los impuestos; creó el Banco de Francia, un Código de Comercio y un sistema político y educativo centralizado; y restableció las relaciones con la Iglesia Católica.
Su Código se basó en el derecho romano, el consuetidinario de espíritu germánico, el canónico, así como las leyes y jurisprudencias locales que no confligieran con las del "imperium" y, con enmiendas, sigue en vigor hasta el presente.
¿Por qué hago referencia a estos legados que muy probablemente serían casi imposibles de llevar a la pantalla en menos de media docena de horas y con un casi imposible desafío de inmunizarlas contra el aburrimiento al grado de catatonia? Porque hay mucho más que contar y saber sobre Napoleón Bonaparte que el puñado de batallas que Scott filma y sus francamente aburridos encontronazos narcisistas y sexuales con Josephine.
El séptimo arte lo es porque tiene la envidiable virtud de apelar simultáneamente a dos de nuestros más importantes sentidos: el visual y el auditivo. Y puede ser tan efectivo que nos puede provocar los restantes. Uno casi puede oler las flores en What Dreams May Come con Robin Williams, o sentir la lluvia caer incesante sobre Toshiro Mifune en Yojimbo, o saborear el dulce placer de su confección por Juliette Binoche en Chocolat. Pero sobre todo, el cine puede condensar en unos minutos o cuatro horas, historias que nos provocan las más profundas reflecciones o las más estremecedoras emociones (todavía no puedo ver Cinema Paradiso sin llorar casi desconsoladamente).
Pero cuando se trata de una épica histórica, el auteur, como le llaman los franceses al o la director/a, tiene el deber, sino la obligación, de convidarnos a entender las complejidades de los personajes y sus circunstancias, para simultáneamente, entretenernos, ilustrarnos sobre porqué querríamos conocer su historia, e invitarnos a comprendernos mejor como seres humanos porque esos personajes históricos son, a la vez, retratos de nuestra compartida humanidad, advertencias sobre nuestros peores instintos e invitaciones a ser mejores versiones de nosotros mismos, al decidir no ser como quienes repudiamos, nos asquean o nos laceran con sus rasgos de inhumanidad y parecernos más a quienes nos abrazan el alma con pocas palabras e inolvidables gestos.
Ridley Scott me diría que me vaya a la mierda, con su habitual sarcasmo británico. Yo me quedaría impávido ante su grosería pues entre las pocas libertades de que disfruto, tengo la de escoger qué me gusta y qué sencillamente no me apela, no por insuficiencias mías, sino por las suyas como realizador.
He perdido la cuenta de cuántas veces he visto su Gladiator por su excelente realización. Invito a quien me lee a ver Napoleón, aunque sea una vez, por todos sus aciertos, y a llegar a sus propias conclusiones.
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