Por R RAMOS-PEREA
El cadáver de José Gautier Benítez es velado en los salones del Ateneo frente a la Diputación de San Juan.
Junto a él, Tapia, Acosta, Elzaburu, Fernández Juncos, Acuña, Romero, Gabriel Ferrer, Peñaranda, y tantos otros, hacen guardia de honor al rígido cadáver expuesto en los salones donde tantas veces entregó el suspiro de sus musas.
Una mujer, de riguroso luto bien vestido, tapada con negrísimo velo, llega en un carruaje a las puertas del Ateneo. Lentamente se baja y entra a las escaleras del recinto. Su caminar es pausado pero firme, cabeza en alto. Sin titubeo triste o congoja. Nadie sabe de seguro quién es, pero todos lo sospechan. Atravesando temeraria un recinto solo permitido a los hombres, la elegantísima dama llega con su menudo paso junto al féretro. Lo mira un instante. Sus manos lentas levantan el velo que la cubre.
Del rostro de la mujer caen silenciosas pero gruesas lágrimas. Se inclina y besa los labios del afamado hombre que con sus versos formó a una Nación.
Parece desfallecer por un momento. Los caballeros que le rodean se aprestan a ayudarla, pero la fina y delicada mano se alza suave para detenerlos. Se yergue estoica. Los mira a todos con sus pupilas de flameante negro iluminado.
No hay nada de qué arrepentirse. Inclina la cabeza en reverencia digna. Repone la discreción de su negro velo, baja las escaleras y vuelve a su carruaje desapareciendo en los besos tristes de la noche.
Tapia sabe perfectamente de quién se trata. Lo sabía desde que comenzó a publicarle aquellos resentidos versos en "La Azucena". Es Fidela Matheu. La poeta. La eterna amante que ha ido a despedirse sin que la familia, esposa e hijos del bardo, la vean.
Esa discreción forzosa de los amantes que siempre se desata ante los ataúdes. Cierre de Acto final, glorioso para una noche desvelada de lutos.
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