Por ROBERTO RAMOS-PEREA
Del Instituto Alejandro Tapia y Rivera
Es el año de 1881, en Manatí, Puerto Rico.
Sobre el papel en el que brotan silvestres las desaforadas letras de un drama, el joven Francisco Álvarez tose los últimos aires de una tuberculosis asesina. Los pequeños petalillos de su sangre se mezclan con la ruda tinta del papel, donde a duras penas trata de terminar la obra que había pensado para tres actos, pero la muerte le grita que la rotunda suerte de su talento como dramaturgo se ha terminado. Entre la tos y los truenos de una torrencial lluvia no lo dejan concentrase. En el último cuarto de la casa, su madre también agoniza.
La sonora fama adquirida a través de sus versos que Fernández Juncos le publicaba en El Buscapíe, se mecía en el columpio de un recuerdo borroso. Poeta era, y de los grandes. Pero el drama de su vida, ahora pintado en el escenario de sus últimos días, daba sus postreros respirones.
Tras torpes y lentos caminares, hace llegar el drama a la Compañía de Eugenio Astol, que estrenaba temporada en el Teatro Kiosko de la Atenas de Puerto Rico. Los amigos escritores manatieños habían intercedido por él ante el inmenso actor -borrachín pero de buen corazón- que acepta poner el drama en escena. A los pocos días de ensayo, el drama está listo. Luces de gas, un apuntador cegato, tramoyistas, vestuaristas, primeras damas peleándose con las damiselas y los galanes de medio punto se pasean por el escenario ensayando gestos y ademanes floridos.
Desde su casa escucha los sonoros parlamentos en su mente, pero un vahído poderoso lo hace caer desmayado en medio de su sala y el médico le ordena guardar cama urgente, trágica orden previsora de la pronta partida.
Francisco aprieta la mano del amigo fiel que se ha ocupado de él en esos días y algo le dice al oído. A la queja del amigo que vela por su menguada salud, el dramaturgo insiste.
El teatro estaba repleto para su estreno. Se abre el telón y Astol sale a escena a contar brevemente sobre la salud del dramaturgo y a excusar su ausencia, cuando por el pasillo del teatro, cinco amigos cargan el desvencijado camastro donde Francisco, vestido con sus mejores galas y tratando de contener su tos, sonríe al público que en el estruendoso silencio del asombro no puede contener sus lágrimas.
El drama despega en la imaginación de todos, pero más en la de él, que finalmente puede ver en escena el fruto de sus más hondos desvelos.
Creo que no ha habido aplauso más sonoro para un dramaturgo que el que recibió, acostado en su camastro en medio de la platea del teatro, el joven dramaturgo manatieño Francisco Álvarez. Pocos días después, muy pocos, se despedía de los escenarios del mundo aquel que fue a ver su drama en artículo de muerte, aquel fervoroso poeta para quien el arte era una forma de ver a Dios y estar junto a él “en todas partes…”
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