por R RAMOS-PEREA
Es inconcebible todavía que los asuntos hereditarios tengan que atravesar tantos tropiezos para que dos personas del mismo sexo que, amándose enfrentan procesos de muerte y herencia, puedan ver cumplidas sus últimas voluntades.
Esta obra dramática del dramaturgo y colega Luis Daniel Estrada, que estrena este próxima semana en el CBA, es una excelente memoria puertorriqueña de este proceso. A parte de su emotivo texto, de sus narrativas de dolor diestramente desarrolladas y escritas con dedicada corrección, la ideología que busca prevalecer es de justicia, de luz, de comprensión, en fin, de un gran humanismo que en la literatura gay puertorriqueña es escaso.
La DRAMATURGIA GAY en Puerto Rico ha sufrido serias transformaciones formales e ideológicas. Es una dramaturgia que ha oscilado entre lo frugal y lo pesado, y no en pocas ocasiones, ha resbalado en lo insustancial. El dramaturgo gay siempre ha demostrado excesiva pasión y un deseo -algo narcisista- de ser aceptado como persona o que su conducta sea validada por un entendido social masivo y estruendoso. Y esto no siempre se logra con la intensidad que el dramaturgo quisiera. Y en ocasiones, ese mismo estruendo sin eco y vulgarmente sofisticado lo ha enajenado a una estéril victimización. Mucho teatro gay podría considerarse un largo lamento de penurias y resentimientos, cuando debería, por la propia naturaleza de sus causas, ser todo lo opuesto; es decir, un grito de revolución, un cañonazo de autodefensa. Muy pocos dramaturgos puertorriqueños han puesto su obra al servicio de toda una comunidad en su lucha contra los problemas comunes.
Se habla mucho de sexo en el teatro gay, -no de orientación sexual o del derecho de afirmación e inclusión de esa orientación, sino de sexo vano y explícito- de placeres, engaños, perversiones, infidelidades, burlas, glamures, efecto y espectáculo, en la esperanza de que ello consiga aceptación y apoyo. No ha sido fácil ese camino. De hecho, creemos que esta narrativa ha logrado el acrecentamiento de odios y poderes en los sectores religiosos y políticos como portavoces de patriarcados y matriarcados asesinos. Se habla poco de derechos, de justicia, de igualdad, de compasión, de humanismo y de revolución, como si ese camino fuera “el error”.
La historia de nuestro teatro gay todavía no ha sido escrita, bien por miedo, o por que a esa misma historia le da mucha vergüenza salir “del armario” de su incierta frivolidad.
Por esto, obras como EL ERROR son necesarias porque provocan discusiones, preguntas, cambios y nuevos puntos de vista sobre los verdaderos problemas de la comunidad LGBTTQ+. Y si tratan temas históricos, más aún. Que nada de lo que hoy se disfruta les llegó gratuitamente, sino a través de serias y complejas luchas tanto internas, del alma, como sociales y legales.
Y estas luchas datan en nuestra nación desde que el mulato gay Francisco Sabat y el soldado José Colombo gritaron ante la tiránica justicia española en Puerto Rico, que su amor era tan importante como el amor a su dios, tan lejos como en el año 1843.
El teatro gay tiene que hacer honor a esas luchas, a esas inquietudes, a esos reclamos. Esta obra lo hace.
Así, el dramaturgo nos apunta sin disimulo a esos “errores del amor”. Deja claro Estrada que, si bien puede amarse con toda intensidad a otro ser, ese amor trae bajo el brazo toneladas de odios sociales y mezquindades humanas. Que, si bien el amor es lo más humano que existe, por esa misma razón puede llevarnos a la eterna inhumanidad.
EL ERROR, sin embargo, es una obra esperanzadora de la desesperanza. Una obra no solo para pensar la injustica, sino para argumentarla y enfrentarla y cuando ya no quede donde más hablar de ella, empezar a gritarla hasta que se reviente el alma. Y eso es lo que debe hacer una dramaturgia que se respete a sí misma.
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