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LA VIOLETERA

Roberto Ramos Perea

𝐏𝐨𝐫 𝐑 𝐑𝐀𝐌𝐎𝐒-𝐏𝐄𝐑𝐄𝐀

𝐖𝐖𝐖𝐖.𝐈𝐍𝐒𝐓𝐈𝐓𝐔𝐓𝐎𝐀𝐋𝐄𝐉𝐀𝐍𝐃𝐑𝐎𝐓𝐀𝐏𝐈𝐀.𝐎𝐑𝐆


En la tarde cálida del domingo, mi Jefa me sacó a pasear por el malecón del “Golfo de Cataño”, a esa hora en que la tarde sopla brisas felices.


Había allí muchísima vida. El pueblo caminaba por su paseo, repleto de familias, niños, vendedores de cosas y hasta un encantador de serpientes nos encontramos. Es un lugar tan apacible y tan alegre que parece casi de mentiras, el que un pueblo pueda darse gusto con sus brillantes atardeceres pálidos, pasear por su malecón y sentirse seguro, amado de su patria, y que incluso pueda cantar y celebrar que está vivo y que tiene esperanzas.


Nos sentamos a comer en uno de los balcones abiertos que hay por allí, y se me acercó una niña de unos 8 o 9 años con un ramillete de flores luminoso para que se lo comprase a mi Jefa. Se me quedó mirando muy fijamente y me dijo: —Yo lo he visto a usted, ustedes es...


Y yo, embrunecido por la pena de sus ojos, no pude contestarle a tiempo. Mi Jefa, con su natural simpatía maternal, le dijo alguna cosa sobre mí. Ella volvió a mirarme y me dijo:


—Sí, usted fue a mi escuela con el cuento del burrito. Usted nos dio una tarjeta con la cara de Tapia. El cuento del burrito que no quería aprender-


Caí en cuenta como un rayo de que hablaba de la adaptación dramática que yo había realizado del cuento Don Asino, de don Alejandro Tapia y Rivera, y que, gracias a un pequeño donativo legislativo, pude llevar a varias escuelas del país con mi compañía de actores. Y mientras mi Jefa le hablaba, alcancé a ver, por encima de su hombro, a su señora madre un poco más allá, presa de un sillón de ruedas, que trataba, al igual que su hija, de vender flores a algunos turistas. Le compramos su flor, y yo la vi despedirse rápidamente, en busca de algún otro que pudiera comprar sus violetas luminosas.


Recordé, como una especie de amorosa maldición, cómo este personaje de “la violetera”, desde el siglo XIX, se repite consecuentemente en la mente de los escritores, en sus memorias y sus fabulaciones, como el estruendoso recuerdo de la miseria humana que azota las grandes capitales del mundo.


Escritores de los cafés mexicanos, argentinos, parisinos o madrileños ven pasar a su lado a esa pequeña violetera que ofrece flores al precio más bajo, antes de que se le marchiten, para poder llevar algo de comer a su casa. Venderle flores a un escritor... qué ironía. ¡Nosotros, que vivimos deshojándolas!


El silencio sonreído de mi Jefa me dio la clave. Lo importante no era que recordase quién era yo. Era que recordó a Tapia y me lo había vuelto a regalar con su dulcísima voz, envuelta en su infantil sonrisa triste. Si usted la ve por ahí, cómprele sus flores.


No por la piedad que ella pueda inspirarle, si no por la piedad que habremos de tener con usted, si usted no acaba de entender por qué ella le ofrece sus flores.


Tapia. ¡Tapia! Los inmensos nombres de los que parieron esta Nación deberían sembrarse siempre en los labios de los niños. Para que de esos pequeños labios tristes, nacieran relucientes flores de sabio futuro.


Si todos pudiéramos hacer esa siembra. Si todos -sin ruidos patrioteros, sin interés en el lucro, sin la vulgaridad de lo extremo- si todos pudiésemos hacer esa revolución, amar esa raíz, celebrar ese origen con verdad, en el humilde silencio de la lucha por la esperanza... tal vez podríamos hacer del futuro el espacio de patria que nos merecemos. ¿Podremos? Tal vez esta es: “𝑡ℎ𝑒 𝑏𝑜𝑟𝑖𝑐𝑢𝑎 𝑞𝑢𝑒𝑠𝑡𝑖𝑜𝑛”.

 
 
 

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