Por R. RAMOS-PEREA
Releo las MEMORIAS de Alejandro Tapia y Rivera por vez número mil, y la meditación me lleva a concluir algo muy íntimo. Las mejores autobiografías o las memorias no son una acumulación de logros personales.
Una memoria es el relato del que recuerda su vida con las gentes que nos abrieron el camino hacia el auto conocimiento. Cuando afirmo que mi memoria no debe ser mía, sino de la gente maravillosa o perversa que conocí, entonces me encuentro con mi sospechoso carácter, desnudo de elogios, asceta y anarquista que odia la propiedad y en el fondo sin mucho interés por sí mismo. Será la edad tal vez. Tapia escribe sus esplendorosas memorias ya muy viejo, en 1881.
Y de mi millonada de memorias, me cae el rostro de Bulahi, un dramaturgo saharaui a quien conocí en Caracas en el Congreso de la FLASOES en 1985. Había ido a ese Congreso como delegado del PEN CLUB de PR a exponer nuestra situación colonial y conseguir una declaración de todas las sociedades de escritores presentes a favor de nuestra independencia. Allí conocí a Bulahi, quien estaba representando al Frente Polisario de la República Saharaui (RASD), pero todavía en 1985 luchaban en armas por la su independencia de la bota represiva de Marruecos. La RASD había sido territorio español desde 1860 hasta 1976 cuando España, para complacer a la CIA de EU, entregó a Marruecos los territorios del Sahara Español.
Ante una copa de vino en algún café caraqueño, Bulahi me contó los detalles de su lucha y aún recuerdo su gesto tristemente recio cuando me habló de los muertos y los torturados. Por mi parte yo también le conté nuestra historia y en un abrazo solidario discutimos si esa noche asistiríamos o no a la recepción que el Embajador de España le tenía preparada a los escritores que estábamos en el Congreso. Bulahi, algo reticente y para no dejar de acompañarme -pues estaba bastante perdido y solo-, me dijo que iría. Total, los españoles tendrían que soportarlo si lo habían invitado.
Así llegamos ambos a la puerta de la Embajada y un ataché español nos detuvo. Como si ya nos hubieran visto entrar por los jardines, el ataché con sus seseos le dijo a Bulahi: “el puertorriqueño puede entrar, pero usted no”. Bulahi se apresuró a contestar: “No se preocupe, no me hace falta”. Mi fogosidad de entonces me hizo levantar la voz, “¿Cómo que no? Él está invitado al igual que yo”. Y el funcionario con una sonrisa hipócrita me despachó diciendo: “El Embajador de España se sentiría muy a gusto de que usted, puertorriqueño, le acompañe en este coctel, pues tiene vínculos afectivos con Puerto Rico. Pase usted, por favor”.
Incrédulo por tal desfachatez, miro a mi hermano saharaui quien me hace un gesto de “te lo dije”, a lo que respondí de inmediato: “Si este distinguido dramaturgo saharaui no entra por esa puerta conmigo, usted le dirá al Sr. Embajador que NO le agradezco su invitación”. El ataché no insistió y nos cerró la puerta en las narices.
Miro a Bulahi que me sonríe con la tierna gratitud que muchos árabes africanos lucen de su pasado atávico. Y allí estábamos otra vez, con un buen cigarrillo y una copa de vino, en una café de Caracas, hablando de patrias y de teatro.
Algunos años de después, Bulahi dejo de enviarme noticias del Frente, y luego me enteré que lo mataron en su batalla contra los malditos marroquíes.
Mi memoria sonríe tristemente, porque no es mía sola.
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