Por R RAMOS-PEREA
Mientras ensayo “1843-POR MARICÓN. El proceso por sodomía contra Francisco Sabat y José Colombo en San Juan de Puerto Rico en el año 1843”, y veo a los actores descubriendo la electricidad de las situaciones, profundizo en la revolución que nos legó el esplendoroso romanticismo del siglo XIX.
Tengo cinco actores en el “practicum” de la Compañía Nacional de Teatro (prácticum es una especie de internado intensivo que se ofrece a jóvenes actores interesados en trabajar teatro puertorriqueño tanto en pequeñas partes como en labores de producción), y yo -que me niego a seguir enseñando lo que sé-, me sorprendo apasionado explicándoles lo que es el romanticismo, que es mi materia de estudio desde mis años universitarios.
El romanticismo,-les digo- es revolucionario. Tiene poco que ver con asuntos amorosos. Se nutre principalmente de una razón política. Es en el romanticismo donde se descubre la razón de la libertad. No solo su necesidad, sino su razón de ser contra un mundo cuadrado y duro como fue el neoclásico. Los románticos descubrieron la conversación del alma con las fuerzas naturales. Se maravillaron ante la afirmación del ser individual y su magna aspiración de ser para sí mismo. Ese individualismo rebelde que hace que los seres humanos luchen hasta la muerte por un chispetazo de gloria, de honor o de triunfo. Es un movimiento revolucionario que nace del ansia del ser y que se nutre de la melancolía, del fracaso, de la nostalgia y los convierte en poderosa fuerza de identidad.
Por eso, cuando Sabat le grita a las masas brutas de San Juan que es un romántico, está diciendo que no es un conformista, ni un sumiso, sino un hombre libre, libre para escoger amar a otro hombre si así le place a su alma.
“¡Yo soy un romántico!” grita rasgándose el corazón y por ello será juzgado, deshonrado, torturado y encarcelado hasta su vergonzosa aniquilación, la que sobrevive con su “yo” glorificado de libertad.
No dejen de ir a ver “1843-Por Maricón”. Está basada en hechos históricos que sucedieron en nuestra Nación hace más de cien años. En esa turbia época que no conocemos, y los que la conocen, prefieren olvidarla. Es avergonzante el haber cedido la identidad, a la más vulgar y asqueante herencia española.
Gracias a la naturaleza y su poder, que el romanticismo evitó la desgracia del nuestro exterminio.
Los afogorados ojos de mis estudiantes me lo confirmaron. Somos románticos, y por lo menos yo, lo seguiré siendo mientras respire.
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