Por R RAMOS-PEREA
Nunca he sabido lidiar con las sombras.
Me exigía para dormir la oscuridad absoluta o una luz cegadora. Las sombras se me hacían formas, rostros y cuerpos que en la distancia de mi cuarto parecía que me acecharan todas las noches.
Con cierta aprehensión admiraba a los dibujantes y a los artistas, cuyo dominio de las sombras producían realidades casi fotográficas. Atravesadas las inseguridades adolescentes, descubrí que las sombras de los que me rodeaban no estaban frente a mis ojos, sino en su interior, en un alma inaccesible, salvaje, ignota. Entonces me convertí en un cazador de sombras, de contradicciones, de supuestos, de falsos cuerpos, como las sombras de mi cuarto de niño que tanto me horrorizaban.
Cuando empecé a construir personajes en mis obras, me dí cuenta de que el único alimento que tenían para crecer eran las malditas sombras a las que yo me negaba.
El teatro se me convirtió en un asunto de sombras fugaces, de míseras claridades sin oscuridades absolutas. Ante tal invasión de sombras, mi oficio como dramaturgo me convirtió en asesino.
Ahora que les doy vida en la escena en el drama que ensayo con la Compañía Nacional del Teatro, siento que voy con un cuchillo en la boca matando sombras de personajes que se niegan a vivir en medias verdades.
Hoy en mi ensayo, Francisco Sabat, el protagonista de “1843-Por Maricón” le contaba con tremebundos detalles a su propia madre cómo, aun siendo él un niño, el Obispo de entonces lo llevaba a su cama a satisfacer su placer inmundo. ¡Cuán terrorífica me pareció la escena! Pero cuán necesaria. La actuación de la Primera Actriz Sonia Rodríguez y la de Nelson Alvarado nos hizo sobrecogernos a todos hasta las lágrimas.
Las lágrimas, que son la sangre de las sombras.
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